El Tiro Libre
Una sección de Roberto Ibáñez
Conoce al autor
Roberto Ibáñez Ferrer.
Aficionado al baloncesto desde antes de nacer, siendo jugador de baloncesto de la Liga Junior Provincial en el Club P.A.R.S.A. en los años 80 y 90. Seguidor de los Boston Celtics y socio de Albacete Basket desde 2012, en concreto, desde el primer día de su fundación. Pasión por los equipos verdes y amante del baloncesto.
No sé muy bien cómo funciona la memoria, pero creo que tiene un comportamiento arbitrario, totalmente caprichoso.
Sería algo así como un mecanismo selectivo que, por un lado, almacenaría los buenos momentos, y por otro, desecharía los malos. Aunque no siempre sería posible esto último.
Sin duda, lo más importante, lo que da sentido a la vida, lo más valioso, el tesoro más preciado que tenemos, son nuestros recuerdos.
En realidad, somos nuestros recuerdos, y el día que los perdemos, ya casi nada tendría sentido.
Es curioso que de los dos momentos más importantes que existen en la vida, no consigamos recordar nada: el día de nuestro nacimiento, y menos aún, el día de nuestra muerte, por ser el último instante de la existencia.
Dicen que una de las leyes de la memoria, es que lo ocurrido durante la niñez y la juventud se queda fijado para siempre.
Es posible, pero yo debo decir, con permiso de Machado, que mi infancia son recuerdos de una cancha de baloncesto, y una red blanca sujeta a un aro donde lanzar un balón de cuero; mi juventud, toda una vida en tierras manchegas, en la tierra llana de un lugar llamado Albacete.
Mis recuerdos son de color anaranjado y huelen a cuero viejo, a sudor y esfuerzo, a tardes de amistad y sentimientos intensos, a sueños evocadores de victorias y grandes sueños. Recuerdos de juventud en los que aparece con claridad extraña aquella vieja carpeta de estudiante repleta de recortes de fotografías de baloncesto, donde Michael Jordan volaba hacia el aro, Larry Bird lanzaba triples a su manera, Fernando Martín luchaba en la zona contra el coloso americano Audie Norris, y Petrovic se burlaba de todos, por su descomunal talento, botando el balón hacia todos lados.
Recuerdos aparentemente desordenados y aleatorios. Intensos. Poderosos.
Pero hay otros recuerdos, sin duda más importantes, que por mucho que intentemos buscar, aunque nos esforcemos, no podremos encontrar.
De entre ellos, uno de los que más me afectan, de los que más me afligen y me llenan de inquietud, como si fuera una falta grave de mi memoria, un hecho imperdonable e injustificable, como si eso me convirtiera en alguien desagradecido, por ingrato; es que, por mucho que lo intento, aun esforzándome en rebuscar frenéticamente entre mis recuerdos, donde se guarda lo que más has querido, por mucho que lo procuro desesperadamente, no consigo recordar, por aparecer como una imagen difuminada… el rostro de mi padre.
Curioso cómo funciona la memoria, cómo se almacenan los recuerdos.
¡Splash!
Es un sonido especial. Único.
El que se produce cuando una pelota de cuero atraviesa limpiamente un aro metálico anaranjado acariciando la red. Sin ni siquiera rozarlo.
El sonido del baloncesto.
El suave y efímero beso del cuero a una red blanca de algodón con un zumbido eléctrico.
Un sonido líquido. De agua de mar. En el idioma antiguo y salado que no se puede descifrar, que diría Borges. El ininteligible lenguaje del mar. Como el resoplido de la ballena, el salto del delfín que se estrella con la superficie del agua en su viaje a ninguna parte, o como el ronroneo perpetuo de las olas cuando se unen, incansablemente, con la arena en la orilla del mar.
Un sonido breve, instantáneo. Conciso. Como un golpe de viento entre las copas de los pinos.
El sonido del balón al anotar una canasta. De la victoria en el último segundo. El sonido de lo breve. De un instante.
Todos los deportes están hechos de sonidos exclusivos. Propios.
Una pequeña pelota amarilla golpeada por una raqueta. El golpeteo hueco del bote de un balón, o el impacto de éste en una portería. El agudo pitido de un silbato. Las respiraciones exhaustas de los jugadores en pleno esfuerzo. Los rugidos con el contacto cuerpo a cuerpo. Los cánticos de los aficionados, o el sonido chirriante de unas botas deportivas, que como chillidos de ratones asustados, rozan una tarima de madera al correr o al caminar…
En baloncesto, es único el sonido del balón al anotar una canasta tocando la red. Redes como las que atrapan la vida, las que se lanzan desde los barcos que pacientes esperan en el mar. El mar. Ese lugar misterioso de olor húmedo y salado donde la brisa te acaricia sin parar.
El sonido al anotar uno, dos o tres puntos que otorgan la gloria o el infierno, el éxito o el fracaso. La victoria en una décima de segundo.
Ese sonido producido al impactar el balón en una red de algodón, exclusiva y característica, y que es el objetivo final de toda jugada de baloncesto. Del que están hechas las grandes gestas deportivas de este deporte repleto de épica y emociones.
Del mismo material… con que se fabrican los sueños.
¡Splash!
Ahora lo sé.
Existe el alma.
O al menos eso etéreo e invisible que denominan alma.
Eso que, según algunos, se encuentra alojado en el centro del pecho.
Muy dentro. Justo detrás del esternón. Algo frágil y delicado cómo el cristal, susceptible de ser dañado.
Lo que otros dicen se encuentra en lo más profundo del cerebro. Dónde las ideas se transforman en sentimientos, la razón en pasión, la lógica en emoción. Dónde se almacenan los recuerdos y se aloja la tristeza.
Esas numerosas pequeñas almas, las tarnik, que para los esquimales, vivían por pares en distintas partes del cuerpo y cuya pérdida era causa de enfermedad.
El alma.
Eso a lo que alguien le dio peso. Veintiún gramos.
Lo que pierde el cuerpo al morir. El peso de un puñado de monedas, de un colibrí, de una chocolatina, que diría el personaje de la película del mismo título de Iñárritu.
Tiene que existir.
Existe el alma porque duele. A veces sientes dolor. Y todo lo que duele existe.
Duele cuando se forman nudos. Cuando se desgarra en jirones deshilachados, difíciles de recomponer…
Duele cuando un ser querido y cercano pierde la vida de forma repentina. Cuando su corazón se para, se rompe súbitamente como una rama seca, y se detiene para siempre. Ese increíble y maravilloso músculo de la vida que tiene razones que la razón ignora. Lo que para la poeta es ese remolino de ternuras que deja un haz de arenas azules.
Y cuando algo así ocurre, sin saber porqué, avanzas con pasos lentos e inseguros por la incredulidad, el desconcierto, la incomprensión, el llanto y la tristeza. El dolor.
Poco a poco, se genera un nudo en el alma, que finalmente se desgarra, como al tensar en exceso un tejido de seda.
Y es entonces cuando surgen las preguntas, toda clase de preguntas sin respuesta…
¿Por qué?, ¿qué sentido tiene todo?
Y sobre todo… ¿cuánto dura la tristeza?, ¿cuándo desaparece esa amarga y prolongada tristeza?
La que oprime. La que anuda el alma.
¿Cuándo?…
La vida solo está hecha de momentos. Es todo lo que pasa, mientras pasa la vida.
Así es.
Otro día hablaremos de baloncesto.
Será otro día… Otro día.
Anoche soñé con mi abuelo.
Un sueño vehemente, evocador, de imágenes claras e intensas.
Y en la tranquilidad de la noche, en la oscuridad total, una única lágrima salió de mis ojos buscando la almohada.
En esa lágrima, como una bandada de estorninos, viajaban mis recuerdos.
Esta misma mañana, mientras trataba de escribir sobre baloncesto, equipos y ligas, canastas y jugadores, la evocación de ese sueño nocturno, lo ha dominado todo. Un torrente emocional de ideas, imágenes y recuerdos…
Mi abuelo era maestro de escuela en un época sedienta de conocimientos y hambrienta de cultura, en la que el odio, el resentimiento y la falta de diálogo les arrastraron, como agua en un embudo, a una guerra fratricida y salvaje, no elegida por nadie y sufrida por todos, y a una incierta postguerra en blanco y negro llena de necesidades. Carente de todo.
No recuerdo tener conversaciones con mi abuelo por ser muy niño, pero sí su mirada fija en un cansado rostro sonriente. Un mirada azul, minuciosa, escrutadora, inteligente. Cargada de cariño. Recuerdo sus silencios del gran observador que calla. Su tranquilidad. Su obsesivo y metódico orden. La calma del sabio.
Siempre he creído que el amor de los abuelos es el más especial de todos los que existen. Porque el amor de los padres, aunque sea inmenso, está más condicionado por la ansiedad, el miedo, por los sueños no cumplidos trasladados a los hijos; y el amor de pareja está influido por los reproches, los celos, el deseo físico y el hastío. El amor de los abuelos ya sólo puede esperar la plena felicidad de los nietos, sólo eso, y más después de vivir una época de escasez en la que la única preocupación era la de sacar adelante a los tuyos.
Anoche volví a ver a mi abuelo pegado a su periódico diario. Sentado en su desgastada silla del viejo casino. En su pueblo. Su sitio de siempre. Como iluminado por una luz cenital difusa. Sonriendo.
Entendí que en su viejo y cansado cuerpo, también hubo un joven ilusionado cargado de proyectos vitales y sueños.
Y que aunque a lo mejor no tenía la altura suficiente para jugar de center en una cancha de baloncesto, si tenía la honradez, la constancia, la capacidad de sacrificio y ayuda a los demás, el trabajo y el talento necesarios que requiere este juego que nos apasiona. El juego del baloncesto.
Mi abuelo fue un gran hombre. Un hombre tranquilo. Como tantos otros de aquellos años oscuros.
Sirva esto desde aquí como un pequeño homenaje a nuestros abuelos. A toda una generación que simplemente vivió la vida que les tocó vivir. Una vida dura, gris. Gastada. Valiente y noble, pero marcada por la escasez y el odio.Un sentido y cálido homenaje… de la gente del baloncesto.
Giannis Antetokounmpo, apellido que en idioma yoruba significa «el rey ha regresado a través de los mares”, The Greek Freak, el Monstruo Griego, líder y uno de los mejores jugadores de la NBA en el equipo de los Bucks de Milwaukee, cuando un periodista le preguntó si había sido un fracaso la eliminación de su equipo de los playoffs, dijo que para nada creía que lo hubiera sido. Que cada año se trabajaba para conseguir algo. Y el hecho de caer eliminados, en realidad no era tan importante. Que todo son pasos dados hacia el éxito. De eso se trata el deporte. Y la vida. No siempre ganas. A veces otras personas, otros equipos ganan. Así de simple.
Fin de temporada.
Terminó la Liga LEB Oro, y ha llegado el tiempo de recapitular. De revivir lo vivido. De analizar un año único. Histórico.
Tras un largo verano lleno de dudas sobre si iba a ser posible que la ciudad de Albacete tuviera un equipo de baloncesto profesional en la segunda división nacional, después de una brillante temporada, Albacete Basket comenzó con ilusión, incertidumbre, escasos recursos y un enorme trabajo por delante, una temporada que de antemano se sabía iba a ser muy dura y difícil. En un liga emocionante y espectacular, pero muy exigente.
Finalmente no pudo ser. El equipo albaceteño, por pequeños detalles, ha perdido la categoría y el año que viene militará de nuevo en LEB Plata.
Pero esto es deporte. Baloncesto profesional. Donde unos equipos ganan y otros pierden. Unos suben de categoría y otros descienden. Esa es su esencia. Su poder. Su capacidad de atracción y de generar emociones.
Y para nada puede suponer un fracaso perder una categoría tan exigente, porque para ello, primero hay que llegar, y no es nada fácil. No todos pueden hacerlo.
Se puede caer, pero después hay que levantarse. Tropezar, caer, levantarse. Y volver a tropezar para volver a ponerse de pie.
Los momentos más duros de las derrotas deportivas, se superan si somos capaces de seguir consiguiendo pequeños objetivos. Pequeños pasos para un fin superior, mientras disfrutamos de un apasionante y emocionante deporte.
Ahora necesitamos tomar distancia. Elevarnos en nuestro cielo manchego para tener una visión más amplia. Con la mirada del águila. Para que los árboles no nos impidan ver el bosque. Pararnos un instante y valorar lo conseguido. Coger impulso y volver a emprender el camino. El del triunfo. Del éxito. Para recuperar el sitio donde una ciudad como Albacete merece estar.
Y da igual los jugadores que hayan estado, estén o tengan que venir. Serán los mejores. Porque son los nuestros y siempre los apoyaremos.
Siempre podremos decir muy alto, en un juego de palabras con la cita de Galdós en sus “Episodios Nacionales”… y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que “Albacete Basket” no se rinde. Nunca.
Volveremos. Mejores… Más fuertes.
Y la locura llegó y fue de color verde.
La demencia, afición del Estudiantes, que ostenta el honor de ser el grupo de animación más conocido del baloncesto nacional, esta vez fue del color del bambú tierno, de la hierba mojada, del bosque en primavera, del color de la esperanza de cientos de corazones que durante varios días anhelaban un choque deportivo de leyenda, un partido para la épica.
Existen dos clases de locura. Una provocada por la enfermedad, por la desesperación, por la desgracia no soportable, incluso por el amor no correspondido; y otra, la necesaria, la que puede ser entendida como una forma de vivir la vida, de escapar del tedio y la monotonía diaria. Más allá de lo habitual. La locura de cerrar los ojos y gritar al cielo. De bailar bajo la lluvia. La que acelera los latidos del corazón y hace que te sientas más vivo. En el fondo, todos necesitamos algo de locura.
El Albacete Basket provocó la demencia. La locura total. En un partido para la historia. Contra Movistar Estudiantes. Un equipo referente, insignia del baloncesto nacional, nacido en el colegio Ramiro de Maeztu de Madrid en los años románticos, con tres Copas del Rey y cuatro subcampeonatos de Liga ACB, cantera inagotable de talento, y del que todo aficionado al deporte de la canasta guarda entrañables recuerdos en los difuminados y primerizos colores que daban los recién salidos aparatos de televisión a color. Un equipo que hasta el año 2021 había participado en todas las ediciones de la máxima categoría del baloncesto español. Un equipo de leyenda.
El día en que todo fue perfecto. La emotiva tarde en que se le retiró el número de la camiseta a otra leyenda del baloncesto albaceteño, Diego Fox. El día en que Albacete Basket venció al equipo del Ramiro de Madrid con cien puntos, un número impecable, redondo, el número de la perfección, del éxito y la plenitud. Un número que quedará para siempre grabado en nuestras retinas.
Y aunque en realidad las victorias no sean tan importantes. En deporte siempre hay alguien que gana y alguien que pierde. Aunque no sepamos lo que nos deparará el futuro deportivo. ¡Acaso importa! Aunque el año que viene juguemos en otra liga, siempre recordaremos esa tarde de sábado, ese momento, ese ambiente, ese partido con una sonrisa.
Siempre podremos decir… Yo ese día estuve ahí. En el Pabellón del Parque. En el Boston Garden de la llanura. El día en que nuestros chicos, nuestros gigantes gladiadores nos hicieron felices. Cuando nos enfrentamos y ganamos a Estudiantes.
El día en que se desató la demencia… La psicosis verde. La locura absoluta.
A diferencia de terrenos escarpados y montañosos, donde el sol se oculta de forma irregular entre montañas y valles, en la llanura, el atardecer se extiende en línea recta sobre un horizonte infinito, dejando una franja de colores anaranjados, un cielo del color del fuego.
En la llanura manchega el cielo se mueve veloz perdiendo la luz al llegar la noche.
Atardece en Albacete. Día de partido.
Ciudad de gente amable que bulle los fines de semana en interminables horas de tardeo donde el hambre y la sed no es inconveniente en casi ningún momento, donde se puede pasear cómodamente, y donde muchos esperan, esperamos expectantes el inicio del partido de baloncesto.
Día de partido. Día de Albacete Basket.
Las puertas del pabellón del Parque se abren para dejar paso a la marea verde que espera ver ganar a su equipo.
Huele a baloncesto.
La luz intensa de los focos cae sobre la brillante tarima de madera creando reflejos como de tesoro antiguo, remarcando las líneas de colores que delimitan la cancha. El marcador electrónico inicia la cuenta atrás.
Los jugadores de ambos equipos calientan y ejercitan sus músculos antes de la batalla, «ave, Caesar, morituri te salutant», mientras los mariscales de campo de los ejércitos observan y diseñan estrategias desde la atalaya de sus banquillos.
Jugadores de músculos marcados y piernas interminables de alabastro. De movimientos ágiles. De rapidez de manos y cuerpos inmensos. Con precisión ensayada lanzan balones a canasta desde todas las posiciones. Miradas concentradas para un solo objetivo. Mandíbulas tensas. Mirada fija y entornada. Mentes concentradas, casi en blanco. Dedos nerviosos antes de la lucha cuerpo a cuerpo.
Tensión. El preludio del duelo.
El árbitro llama a los diez elegidos para la gloria al centro de la cancha.
5, 4, 3, 2, 1…
Me presento. Soy Roberto Ibáñez y tengo el corazón verde.
Esta sección es TIRO LIBRE, donde se hablará de baloncesto, de Albacete Basket, de la vida y de todo en general. De nada en particular.
3, 2, 1… Balón al aire.
Empezamos.
Nací en septiembre.
Séptimo mes del calendario romano y noveno del gregoriano.
Cuando la luz del día es diferente, más otoñal que la del verano a la que todavía
pertenece. Luz amarilla intensa que de forma más oblicua acaricia la tierra y los
campos, como preludio de los días más cortos del otoño al que finalmente
pertenecerá cuando acabe sus días. La temporada de los colores cambiantes y
las tormentas. De cielos azules y gris plomo. Colores ocres y anaranjados. Del
vino en abundancia. Del aire fresco.
Cuando a las cepas alineadas en los campos, como ejércitos de madera vieja,
se les desnuda, despojándolas de su manto de uva madura. Cuando se anuncia
la vendimia con repique de campanas en los pueblos. De la siembra del trigo.
Cuando nacen la flor morada de las glorias de la mañana y la flor de las
nomeolvides.
El mes rojo. Del mismo color rojo de la hoja del árbol, antes de caer en otoño.
El mes del renacimiento, donde todo comienza de nuevo. De la vuelta a las aulas
y al trabajo. De la melancolía y la nostalgia. De la explosión de la Feria de
Albacete, la feria de ferias. Del recogimiento y los paseos largos. El mes del
zafiro.
Mes hermanado con diciembre, al comenzar los dos el mismo día de la semana,
y suponer el fin y el principio de algo.
Nací en septiembre bajo el signo de Libra, acompañado por Virgo. Signo del
amor por la belleza y los pequeños detalles. De las personas pacíficas y
tranquilas. De los fabricantes de sueños.
Septiembre…
El mes de la pretemporada de baloncesto.
De la expectación ante una nueva campaña. De la fábrica de emociones y
anhelos de victoria. De la llegada de nuevos jugadores que vestirán de verde.
Del diseño de jugadas, táctica en la cancha y preludio del esfuerzo.
De la preparación de la nueva temporada en el viejo Pabellón del Parque.
Del olor a baloncesto.
Septiembre…
Comienza a rodar el balón.
Comienza a rodar… Albacete Basket